— I —
Otra noche más terrible y negra, cargada de golpes secos y punzantes que duelen tanto como perder la esperanza. Como reconocer el fraude de un amor que nunca existió, como un engaño que a ratos se quiere volver verdad y no hace más que exponer la evidencia. Y yo me aferro a un único imposible, pasará…, esto solo es una mala racha, él me quiere. Reaccionará. Solo soy yo la que debo cambiar. Me levanté sin apenas hacer ruido, temo despertarle. Mis ojos hinchados y pegados por el llanto se resisten a abrirse. Me lavo la cara dolorida e intento borrar los moratones con un poco de maquillaje. Sin embargo, aunque aún quiero aferrarme a la magia en la que un día creí me desmorono por dentro y, lo peor es que no encuentro una salida. Me siento sola y hundida... a quién contárselo que me entienda y sobre todo que lo entienda a él. Yo sé que todo cambiará. Un nuevo día como otro más cualquiera, pesado y plomizo como mi alma. Si no fuera por ellos nada tendría sentido y seguro desistiría de todo, pero me necesitan. Maquillo también mi ánimo para entrar en su habitación a despertarlos. Espero una vez más que sus sueños hayan sido profundos, a Dios le ruego que les designe un buen ángel de la guarda que los proteja siempre... y, que no lo hayan escuchado. Dibujo la mejor de mis fingidas sonrisas después de besar sus caritas inocentes. Despiertan los dos agazapados entre las sábanas, June se da la media vuelta, no quiere hablarme..., y yo me temo lo peor. —¡Arriba chicos!, hay que comenzar el día. ¡Venga! Hoy os preparo un chocolate. Intento endulzar su día, ellos no tienen por qué sufrirlo. No sin esfuerzo consigo dar forma a la mañana. —¡Gracias mamá! —grita Bruno mientras se lanza a mi cuello en un abrazo. Siento un dolor irremediable. —¡Ay! —demasiado tarde para también ocultarlo. —¡Shsss…! Silencio, no hagáis ruido, papá descansa. June ha decidido permanecer callada…, y yo continúo temiendo lo peor. Después de asearlos y prepararlo todo me tomo un café con leche amargo como mi tristeza y salgo camino al trabajo, no sin antes dejarlos en el colegio. —No olvidéis las mascarillas —les digo antes de que bajen del coche—. Qué tengáis un buen día —les lanzo un beso. —Adiós mamá —contesta solo Bruno. Me quedo sola... Ya puedo desmoronarme. Washington despierta bajo la lluvia, el tráfico denso y torpe augura un día monótono y solitario en el museo. La radio incesante bombardea números de cifras que crecen día a día sin remedio sobre la pandemia. El mundo se hunde. La apago, no puedo soportarlo. La National Gallery, cual Panteón de agripa, se divisa a lo lejos imponente a través de la luna empapada de goterones que resbalan incesantes por el cristal como mis lágrimas. Llego, saludo a algún compañero y presta me embuto en mi uniforme. Después me dirijo sin pausa hacia mi lugar de trabajo. Apenas hay gente. El mundo se detuvo y la cultura no es esencial para sobrevivir ¡Pobres ingenuos! Aunque por fin abrieron las puertas del museo, aún queda el miedo. Mucho miedo, horrible palabra, sentimiento que te encoge desde lo más profundo de tus adentros. Empequeñeces acobardándote cada vez más, desapareces de ti mismo y puf... Te volatilizas. Y yo sola aquí con mis hijos, bueno..., también con él. Dejé a mi familia en Madrid por este trabajo y ahora ya no puedo regresar. Aunque hablo a menudo con los míos no me atrevo a contarles la verdad. De todas maneras, para qué preocuparlos, nadie puede ayudarme. Yo elegí esta vida, ya cambiará. Salgo a comer, la mañana ha transcurrido lenta, agradezco infinitamente trabajar aquí, es un gran aliciente. El arte me atrapa, olvido mis problemas aunque solo sea un instante, y tengo la suerte de que ahora la tranquilidad del museo me permite poder contemplar las pinturas con la calma y el sosiego necesarios para poder disfrutarlas. ¡Ojalá pudiera quedarme aquí eternamente!
En la calle continúa la lluvia, este otoño está siendo extraño, parece más bien clima español, aquí no suele llover tanto en esta estación. La poca gente que encuentro camina bajo sus paraguas tapando la casi totalidad de sus rostros con una máscara forzada, aislados y solos como nunca, infranqueables y herméticos. Pero sus ojos, los únicos resquicios expuestos al mundo, desprenden tristeza a raudales, y no, no es que me anime pensar que no soy la única que sufro, me reconforta entender lo que sienten, siento su empatía... y aunque esas emociones negativas, por desgracia ahora sean las que nos unen, al menos nos humanizan. Un par de horas más y mi jornada habrá terminado. No es que tenga prisa, pues aquí me siento en la gloria. Sí, es mi paraíso particular. Pero estoy deseando recoger a mis hijos, saber que están bien y que hoy han pasado un buen día en el colegio. Siempre el temor al contagio, a la enfermedad y el dolor. Es el miedo perpetuo que nos tiene atrapados. Miedo, miedo, más MIEDO... Desesperación, ¡déjame salir de aquí, me asfixió, por qué me machacas con tus golpes atroces. No me aprietes tan fuerte, ¡me ahogo! El mundo está hecho para los valientes y yo quiero pertenecer a él, necesito perder mi cobardía. Encontraré el trocito minúsculo de universo que me corresponde, esa partícula ínfima que apenas es nada, pero que es mía...es mi regalo, lo perdí ya hace un tiempo y quiero recuperarlo. Cambio el uniforme por mi ropa, deshago la coleta soltando mi pelo, me pongo la milagrosa mascarilla y, sin otra elección, me transformó en la SUPERWOMAN de nuevo. Mis hijos me esperan a la salida del colegio. —¿Qué tal mis niños? —¡Hola mamá! —de nuevo solo Bruno... —¿Qué tal ha ido el día June? —Como siempre silencio —esa es su escueta respuesta. De regreso a casa, la merienda, escuchar sus anécdotas e intentar el mayor tiempo posible acompañarles en sus juegos. Ese ratito de la tarde se hace maravilloso hasta que el sonido de las llaves en la cerradura me hace temblar. Otra vez el miedo y la incertidumbre... ¡Cómo llegará! ***
— II —
—Chis, chis.... ¿Cómo?, No es posible. Continué el recorrido acercándome a la siguiente pintura, procurando hacer caso omiso a mis ensoñaciones. Era una tarde de un lunes plomizo, el tiempo pareciera no querer dar tregua, de esos días que desde el comienzo auguran tormenta. Como venía siendo habitual había poca gente, ya quedaba poco tiempo para cerrar el museo. —Chis, chis…De nuevo. —¿Quién me llama? Miré a mi alrededor extrañada, no había nadie cerca. Solo un anciano enjuto y de barba blanca se hallaba al fondo de la sala, lo miré esperando a que reaccionara, pero el continuó a lo suyo observando la pintura. Desistí. Entonces las vi de nuevo, como cada día estaban ahí en su ventana, la joven coqueta y risueña me miraba mientras la anciana se cubría parte del rostro ocultando una risa burlesca. Inmóviles y eternas a través del tiempo contemplaban a todo ser viviente que por allí pasaba. Era mi pintura favorita, mirándolas a ellas me trasladaba por un instante a mi España. Es increíble cómo Murillo consiguió dar vida a este óleo, pensé. El trampantojo y, sobre todo, sus miradas atraviesan el lienzo y penetran hacia lo más hondo del alma. Me hallaba absorta en mis pensamientos intentando encauzarlos hacia un razonamiento lógico cuando sentí que la muchacha se movía, alzaba su mano, me la extendía, y con un guiño me invitaba a entrar en su mundo. La lógica se rasgó en jirones de lienzo deshilachado a la vez que un estruendoso trueno acompañado por el fulgor de un relámpago me estremecieron, si cabe aún más, dejándome estupefacta. Aunque con miedo, sin apenas pensarlo le di mi mano, ¡qué más podía temer! Y así fue como comenzó todo... Sumergida entre las sombras divisé la ciudad que a lo lejos desparramaba sus lunares sobre el firmamento de una noche perfumada de abril. Coqueta y con salero se contemplaba risueña en las aguas de su Guadalquivir zalamero. La Giralda y la Torre del oro refulgían hermosas parpadeando por entre las luces nocturnas. Era tal la belleza que absorta tardé en buscar sentido a los acontecimientos. —“Pero, ¡cómo era posible!, ¿qué hacía yo en Sevilla así de repente? Me estaré volviendo loca, pensé”. Entonces, como si intuyera mi asombro, la muchacha tiró de mi brazo haciéndome consciente de la ¿realidad? —Espabila chiquilla que se hace tarde. —¿Tarde, para qué? —pregunté. —Para vivir —aseveró. Muda ante la respuesta corrí..., qué me quedaba, pero mi estado de baja forma física no me dejó continuar a ese ritmo y tuve que parar. —No puedo más, déjame descansar —le imploré. Aproveché ese momento de calma y cuando recupere el aliento volví a las preguntas avasallándola. —¿Quién eres?, ¿dónde está la anciana?, ¿por qué me has traído aquí?... ¿Eres quizá una alucinación por mis migrañas? —Tranquila mujer, todo a su debido momento —me respondió—. Déjate llevar y disfruta lo que tienes a tu alrededor al igual que haces cuando contemplas las estampas de las pinturas. Pero, sentémonos en la orilla del río, aspira el aroma del azahar, pues pronto se agriará. Y no te preocupes por la anciana, ella se quedó, tiene que vigilar la puerta para que nadie se cuele sin permiso —comenzó a contestarme a las preguntas con calma. Yo soy solo la esencia de una joven coqueta y atrevida que Murillo inmortalizó aquí en su Sevilla natal —continuó—. Tan solo quería vivir sin miedo y sin ataduras, pero la sociedad de mi época era difícil de capear. Murillo, ¡ay mi Bartolomé del alma!, él sí que supo adaptarse a los designios de la vida, desprender la esencia de la dulzura entre tanto dolor y miseria. Humanizar lo divino acercándolo al mundo que le tocó vivir. Acarició con sus pinceles el alma de todo un pueblo, su Sevilla, todos le adoraban. Me pintó tal cual era yo entonces, rosa fragante llena de vida y verdad. Asomada a la ventana del mundo, mirando de frente y atrayendo con mi mirada enigmática a la suerte. Pero dejemos mi charla y paseemos. Ya pronto amanecerá. La incipiente luz de la alborada comenzaba a dibujar las estrechas calles de la ciudad con trazos temblorosos que ahora me la mostraban derrotada y hundida. Llantos, gritos y muerte por doquier, y en medio de los más atroces acontecimientos niños jugando, robando o pidiendo algo que llevarse a la boca. —Pero, ¿qué está pasando?—pregunté a la joven que aún no me había dicho su nombre. —Lo que ha pasado siempre a lo largo de la historia desde que el mundo es mundo. Pestes, guerras, pandemias... Enfermedad y miseria. No, lo tuyo no es nuevo, mujeres maltratadas, por desgracia las ha habido siempre, ¡reacciona!, el mundo es para los valientes, y tú lo sabes. —No supe qué contestar. En ese mismo instante se me acercaron unos niños vestidos con harapos y las caras muy sucias, probablemente huérfanos y hambrientos. Busqué donde conseguirles algo de alimento. A lo lejos divisé a un anciano que parecía portaba algunas frutas y verduras en su carro. Le pedí un melón que vi con pinta de jugoso, de pronto recordé que no tenía nada con que pagarle. Él me miró con dulzura, e intuyendo mi intención me obsequió además con un enorme racimo de uvas. No pude menos que emocionarme. En medio de la desgracia y la miseria siempre encuentras a personas maravillosas, pensé. A los niños, al verme con aquellas frutas, se les iluminaron sus rostros con una amplia sonrisa. Les di aquellos manjares y me quedé contemplando la escena que inconcebiblemente ya conocía. Una escena emocionante y tierna, donde los más horribles horrores no tienen cabida aunque pululen en derredor intentando apagar la chispa de las miradas felices o silenciar las más frescas de las risas. Comencé a descubrir a través de aquella extraña visita a una supuesta ciudad de Sevilla que el mundo no paraba de girar y que algunos de sus giros repetidos alrededor de su eje acarreaban de nuevo los mismos errores y desdichas a los humanos. Que aunque el hombre evolucionaba a pasos agigantados, quizá solo lo hiciera en algunas de sus facetas, como las de la ciencia y la tecnología entre otras. Pero, curioso y extraño a la vez, que en lo más esencial, saber vivir, después de tantos siglos aún se nos va la vida en el intento de aprender. Ocupada en mis pensamientos me olvidé de la joven muchacha por un momento y cuando quise volver la vista atrás ya no estaba. ¡A quién preguntar si no me había dicho su nombre! Me asusté, y sin saber qué hacer ni a dónde ir decidí dejarme llevar y pasear por las callejuelas de la ciudad sin ningún rumbo fijo y hacia ningún lugar. El aroma a azahar de los naranjos en flor no podían solapar el olor a podredumbre y deshechos. En algunas zonas la intensidad de este me produjo nauseas. Me alejé de aquel tétrico lugar conmocionada, ya había visto bastante, no quería más problemas, solo regresar. Fue entonces cuando un hombre joven aproximadamente de mi edad se acercó a saludarme. Me extrañó tanta confianza. —¿Eres Inma, verdad? Lo cierto es que su rostro me resultó conocido... ¡No puede ser, es él! Pero qué tontería, claro que puede ser, no me acostumbraba a que aquí y ahora todo puede pasar. —Sí —contesté–. Usted es Bartolomé Esteban Murillo. ¡Quién sino! —Como podrá imaginar, y sé de muy buena tinta que su imaginación es desbordante, mi muchacha de la ventana me habló de usted y de sus tristezas, y es por eso que he venido a consolarla. Por supuesto, si es que le sirve de consuelo que perdiera yo a mi mujer y a uno de mis hijos apenas había nacido, o que Sevilla, mi preciosa ciudad esplendorosa durante siglos, se sumiera en el más terrible de los acontecimientos de la historia, una gran pandemia la asoló en el siglo XVII, la peste negra. Mi mundo también sufrió la muerte de los suyos, el hambre invadió los estómagos de niños que tuvieron que resurgir de entre la miseria solos, despertando al ingenio y a la picaresca. Las madres perdieron a sus hijos, los hijos a sus padres, y a los ancianos se les acabó la fuerza. La soledad y el miedo fueron llamando una a una a todas las puertas, pero no todo el mundo abrió. Yo, sin ir más lejos los despaché antes de que se acomodaran en mi vivienda, y pese a estar roto de dolor por la ausencia de los míos continué pintando, realizando encargos cada vez más difíciles de encajar. Los mecenas de entonces que me proporcionaban trabajo se arruinaron o murieron. Sevilla se quedó desierta, apenas un alma vagando por sus callejuelas. Mis cuadros comenzaron a viajar a otros países, aquí no quedaba dinero después de la crisis que ocasionó la enfermedad. Pero qué más le puedo contar que usted no haya visto ya. Comenzó a soplar un viento racheado que mecía las ramas de los árboles mientras él continuaba hablándome. —Pero no me rendí, ya sabe, el mundo es para los valientes. Continué pintando a los niños mendigos, arrancándoles sonrisas, realizando series de tema religioso para consolar a mi gente. Todos podemos aportar algo a los demás. ¿No cree Inmaculada? Me dejó sin palabras. El viento sopló ahora con más fuerza, un remolino de hojas de azahar volaron hacia el cielo cada vez más apagado, hubo un momento en el que tuve que cerrar los ojos para protegerlos de las briznas de hierbas y semillas que arrastraba el vendaval. Cuando conseguí recomponerme él ya no estaba. Otra vez sola, este es mi cometido, de nadie más. Sentí que estas almas se habían puesto en contacto conmigo en el momento preciso y en el lugar adecuado, se aproximaron a mí cuando de verdad las necesitaba y, ahora, después de dejarme una enseñanza transcendental para transformar mi vida retornaban a su origen. Por fin el viento se apaciguó. Y mientras la tarde caía sobre la ribera del Guadalquivir poco a poco el sol se anaranjaba desprendiendo destellos que difuminaban los lejanos barcos y carabelas con la inmensidad en su camino hacia el mar. De pronto recordé a mis hijos. Pero, ¡cómo regresar! Extasiada e impotente hice caso de nuevo al consejo de la muchacha y caí rendida en la orilla del río. Me dejé fácilmente llevar… Y, lo cierto es que ya no recuerdo más. —Inma, Inma... Despierta, te has quedado dormida. Debes marchar a recoger a tus hijos. Seguro que han salido ya. Desperté Sobresaltada, me levanté del suelo, me hallaba tumbada bajo el cuadro de las dos mujeres asomadas a la ventana, ¡qué extraño!, pensé. Miré de soslayo a la muchacha esperando, no sin temor, un gesto que me asegurara que esta aventura había sido real, pero nada, todo había sido un sueño. Me tranquilicé. Corrí hacia la salida de museo, busqué mi coche y sin desprenderme del uniforme conduje rumbo al colegio.
***
— III —
La lluvia marchó y los días volvieron a iluminarse de nuevo con un sol radiante. Volví a mi rutina diaria, sin embargo desde aquel sueño que, hasta ahora nunca conté a nadie, yo notaba que algo nuevo se fraguaba. Los momentos con mis hijos cada vez eran más intensos, salíamos a menudo juntos a cualquier lugar a disfrutar de todo; sin embargo, aunque no sé por qué quise darle un tiempo, había algo o, más bien, alguien que nunca reaccionó. Y yo no estaba dispuesta a aguantar más, ya no era la misma mujer frágil y miedosa que él acosaba derrumbando a cada momento. Comprendí que el cambio solo es posible desde uno mismo y tomé la mejor decisión de mi vida, la de ser yo. Poco a poco y gracias al impulso de las vacunas la rutina comenzó a encauzarse hacia una nueva normalidad. El bullicio efervescente típico en las ciudades tardó poco en instalarse de nuevo en el mundo. Los ancianos que tuvieron la suerte de vencer a la pandemia recuperaron la sonrisa y la salud deteriorada por la falta de cariño y compañía. Volvieron a salir a pasear con sus hijos y nietos disfrutando de nuevo de su restante pedacito de vida. Los parques, repletos de niños, entonaban gritos y risas que sonaban a música celestial. Los besos y abrazos arreglaron corazones rotos, pintaron almas descoloridas y repararon tristezas y añoranzas transformándolas en dicha y gozo. Algunos aprendieron a valorar lo de verdad importante, otros en cambio continuaron pasando por la vida a toda prisa, sin detenerse. Todos buscaban a su manera la felicidad y de nuevo fueron pocos los que entendieron que siempre había estado en ellos, solo había que dejarse llevar. El resultado surgido a partir del aprendizaje de mis equivocaciones, y estas no fueron en vano, os lo aseguro, me ayudó a definir mi restante trayectoria, a elegir la bifurcación más adecuada y, sobre todo, a responsabilizarme de mis acto, a ser yo misma de una vez por todas. A partir de aquel sueño mi vida cambió por completo. Decidí volver a España. Por supuesto Edgar, que así se llamaba mi marido, se quedó en su ciudad. Washington nunca fue mi casa, aunque reconozco que echaré de menos La National Gallery, mi museo especial, mi paraíso, ese lugar que me sirvió de refugio en los peores momentos de mi vida. Tomé un avión rumbo a Madrid ligera de equipaje, tan solo llené mi maleta con la dicha de volver a empezar una nueva vida y, por supuesto, con mis dos hijos. Y aquí nos tenéis. Madrid y su aroma a primavera incitan a pasear por sus parques y alamedas. Hoy hemos pasado la mañana en el Retiro, hace un día soleado y maravilloso, después comimos en un restaurante camino al museo del Prado…, et voila! ¡Cómo no visitar a mi pintor favorito si reunían gran parte de su obra en una exposición! Había prometido a los niños que les mostraría las pinturas de un gran artista y, sorprendentemente, están emocionados y pletóricos de alegría. —Mamá, esa virgen tan bonita se llama como tú, Inmaculada Concepción —gritó sorprendido Bruno. —Es cierto, no sé por qué a la abuela se le ocurrió bautizarme con este nombre tan bonito. Se lo preguntaremos cuando vayamos a verla, ¿te parece? —Y ese niño se parece a ti, Bruno —dijo June en tono burlesco–. Sobre todo, porque tiene la cara tan sucia como tú. —Mamá, mamá —volvió a llamarme Bruno—, ese señor del cuadro me ha hablado… —Será algún ruido procedente de otro lugar, los cuadros no hablan —intenté convencerle. —Pero es verdad, me ha hablado —inquirió un poco enfurruñado. No quise darle mayor importancia al comentario, Pensé seguro que lo había imaginado… se parece tanto a mí. —¿Y qué os parece si esta tarde nos vamos a tomar un helado? —Un helado, claro que sí —aclamó Bruno entusiasmado—. El señor del cuadro me dijo que los hay muy ricos en Sevilla. ¿Dónde está Sevilla mamá? Entonces el corazón me dio un vuelco. Me acerqué al retrato emocionada y cuando me disponía a interrogarlo con mi mirada, de aquellas pinceladas craqueladas por el transcurrir del tiempo surgió un ademán con rictus de sonrisa. Miré la cartela donde cerciorarme de que se trataba de él, y leí: Autorretrato Óleo sobre lienzo Bartolomé Esteban Murillo Posdata: La chica se llamaba Esperanza. Impertérrita y estupefacta miré de nuevo su cara, y esta vez me sorprendió contestándome con un simpático guiño en la mirada.
Antonia Portalo
Relato para los tiempos que vivimos, muy bueno, gracias por compartirlo.
"Enhorbuena por venirte a Madrid con tus hijos" jeje...un abrazo.