¡A quién no le ha dado un zarpazo la vida!
Entonces caes al suelo sin fuerzas, lloras y te afliges... Cierras los ojos a la luz, te acurrucas abrazándote a ti mismo, protegiéndote de la monstruosa inmensidad; como cuando eras un niño y te tapabas con una manta creyendo que ahí dentro nada malo te podía alcanzar. Retrocedes más aún, hacia el vientre de tu madre, hacia los inicios que, ¡qué sabe nadie!, quizá sean el abismo dónde descansar al final. Languideces poco a poco, las pocas fuerzas se debilitan aún más, y la soledad negra desgarra tus entrañas, pero, ya qué más da, solo esperas el final.
Entonces, un día cualquiera un rayito de esperanza recorre tu mente despertando los sueños aletargados, gélidos e inertes, y tiñendo tus ojos grises otra vez con el color que desprende el verdadero amor, ese que perdura siempre.
Mientras te yergues despacio, aspirando el aire fresco que inunda tu interior, descubres de pronto unas incipientes alas pegadas a tu costado. Es ahora cuando comprendes que tus pies se detuvieron para que las desplegaras ascendiendo en un vuelo ligero hacia la inmensidad de las palabras. En las páginas blancas, como días venideros, los colores apagados renacen y se encienden con soplos de tu voz, las palabras cobran vida y las historias pintan de nuevo lienzos donde se escudriñan las nostalgias y se plasma la emoción...
Pintando palabras
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